martes, 23 de noviembre de 2010

El POLÍTICO Y EL CIENTÍFICO (Sobre la obra de Max Weber)

Ricardo González Villaescusa

Reseña aparecida en Apuntes de Ciencia y Tecnología nº 21, Diciembre 2006, pp. 50-51.

“También los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo está regido por los demonios y que quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando.”

Max Weber, El político y el científico, 1918.

Resulta harto difícil hacer una reseña de un libro editado a principios del siglo XX, permanentemente citado y sobre el que existen numeros trabajos y citas en revistas especializadas y en internet, sin embargo, como consecuencia de haber citado este autor y su obra en el foro de los socios de la AACTE, el responsable de esta sección solicitó dar a conocer a la obra y al autor. No pretendemos que sean más que unos apuntes que inciten al lector de nuestra revista a la lectura de un libro que conserva una gran frescura a pesar de los años que lleva editado.

En realidad no se trata de un libro concebido como tal sino de dos conferencias del autor, cuyos destinatarios eran estudiantes universitarios, con lo cual hay que entender en ese contexto algunas de las evidentes provocaciones que se lanzan a lo largo de la obra, así como su estilo claro y directo. Por otra parte, la edición castellana que se reseña está prologada por Raymond Aron, lo que convierte al librito en una estupenda obra de reflexiones de dos autores a quienes separan las dos grandes guerras (ambos eran hombres maduros cuando estallaron la primera y segunda guerras mundiales) y a los que une su fuerte convicción antimarxista. 

Max Weber es el científico social que propone la alternativa científica más contundente al paradigma marxista de las ciencias sociales y los sociólogos e historiadores liberales beben en sus fuentes, que no son pocas pues se trata de un autor de una extensísima y variada obra. Fue un claro antipositivista, lo que marcó profundamente la distinción entre las ciencias sociales y las naturales, que sólo en nuestros días empieza a atenuarse, al considerar que “las verdades en economía, en sociología y en ciencia política siempre son parciales y reflejan tan sólo una parte de la complejidad social”. 

En lo que concierne a la obra de que se trata, Weber expresa una “contradicción” vivida en primera persona, al ser un científico, hijo de un importante funcionario y político de la Alemania de Otto von Bismarck, y al ser, él mismo, un hombre de acción que llegó a participar en la creación de un partido político reformista (Partido Democrático Alemán) que pretendía aunar a socialdemócratas y liberales. La radicalización de la Europa de la primera mitad del siglo XX condujo al fracaso un proyecto que, irónicamente, podría ser la base de la política practicada en nuestros días en el continente por casi todos los partidos de amplio espectro electoral. 

En la primera conferencia y la más extensa primera parte del libro, La política como vocación, el autor define la política y las cualidades que deben tener aquellos que se dedican a ella. Partiendo de la definición del Estado, como una “comunidad humana que dentro de un determinado territorio (…) reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima”, entiende que para acceder al control del Estado se produce el inevitable uso del poder y la violencia como medios inevitables para conseguir otros fines, sean egoístas o altruistas, tal y como se refleja en el encabezado del propio Weber de este artículo.

La política es una lucha constante por conseguir lo imposible, con pasión, sentido de la responsabilidad y mesura, a fuerza de tenacidad y constancia. Cualidades a las que se suman en un político con tal vocación, la humildad. Un político debe vencer la vanidad, cada hora de cada día, enemiga de “la entrega a una causa y de toda mesura”. Y es en ello donde encontramos la primera gran diferencia con el científico. En los círculos académicos la vanidad es una “enfermedad profesional” pero completamente inocua al no distorsionar el trabajo del científico. La especialización de la ciencia que en aquellos años ya había “entrado en un estadio de especialización antes desconocido y en el que se va a mantener para siempre”, permite la “vivencia de la ciencia”, esa sensación que tiene el científico anónimo al que Weber pone en su boca la siguiente frase: “tuvieron que pasar milenios antes de que yo apareciera y milenios aguardaron en silencio a que yo comprobase esta hipótesis”. Sin esa vivencia de la ciencia, no es posible la vocación de científico para Max Weber, algo absolutamente incompatible con esa humildad que reclama para el político.

En la segunda parte, el autor dedica un buen espacio a la ciencia aplicada, al sentido de la ciencia, criticando la dirección que en aquellos momentos había adquirido entre los jóvenes científicos de principios del siglo XX. A pesar de todos los logros, avances, conocimientos y problemas nuevos, el ser humano “nunca habrá podido captar más que una porción mínima de lo que la vida del espíritu continuamente alumbra”. Se cuestiona, ya entonces, si la medicina puede plantearse preguntas (referencia a los valores) sobre si la vida es digna de ser vivida o cuándo deja de serlo (afirmación de los valores), cuando mantiene vivo al enfermo incurable, para acabar afirmando que, en definitiva, “todas las ciencias de la naturaleza responden a la pregunta de qué debemos hacer si queremos dominar técnicamente la vida”.
Por todo ello, es imposible ser al mismo tiempo hombre de acción y hombre de ciencia sin entrar en profundas contradicciones entre ambas vocaciones. Esa contradicción se manifiesta tanto más cuando los totalitarismos se valen de las ciencias, especialmente de las ciencias humanas y sociales, para someter a los fines de su acción política la investigación científica. Así, a los físicos de la ex URSS se les podía hacer “comulgar” con el materialismo dialéctico pero no podían dictárseles sus fórmulas ni ecuaciones. Por ello “Max Weber no se cansaba de mostrar que, en política, ninguna medida concreta puede revestir la dignidad de una verdad científica. Es imposible favorecer a un grupo sin perjudicar a otro, demostrar que un progreso de la producción global no se paga demasiado caro con la ruina de los pequeños comerciantes, o el empobrecimiento de una región desfavorecida. Sólo se puede decir con certeza que una medida determinada es conforme al interés común cuando incrementa las satisfacciones de algunos sin disminuir las de nadie” (De la reseña de Prometeo Editorial).

Para R. Aron, en su introducción de la edición consultada la contradicción entre ambas vocaciones llega hasta el punto de que “no existe ni un solo ejemplo de oposición [política] que no utilice frente al Gobierno argumentos injustos o mendaces que consisten en reprocharle no haber logrado éxitos que nadie hubiera podido lograr o haber hecho concesiones que nadie hubiera podido evitar. Para el profesor de ciencias sociales que quiere entrar en política esto representa una permanente tensión (…), la vocación de la ciencia es incondicionalmente la verdad. El oficio de político no siempre permite decirla”. Y el mejor ejemplo para entenderlo lo centra en el principio básico del Estado del Bienestar. La mayor satisfacción que se produce entre los más pobres por un reparto de los recursos de los más ricos cuyo grado de insatisfacción es menor que el alcanzado por los primeros como consecuencia de esta exacción en forma de impuesto, reduciendo los ingresos de los primeros en beneficio de los segundos, no es una verdad científica, solamente una acción política que ha producido no pocas “satisfacciones” entre importantes masas de la población que a lo largo del siglo XX y, especialmente, tras las dos guerras mundiales en occidente, han alcanzado la categoría de clases medias. Pero merece preguntarse si, en realidad, esta demostración no es fruto de un científico social, Raymond Aron, que se posicionó claramente en planteamientos liberales, defendiendo el liberalismo político y económico. 

Por ello, el debate suscitado en el foro de los miembros de la AACTE que hacía alusión a la cualidad política y/o científica del nuevo responsable de la Secretaría de Estado de Universidades e Investigación es tan viejo que bien merecía recordarlo en los términos en que se producía en la Alemania de principios del siglo pasado.

1 comentario:

  1. Cuando se habla de que el Estado... reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima, se piensa que es algo novedoso, para los que no tienen o no han querido profundizar en la teoría del Estado, por eso hay asombro en muchos actores políticos cuando se les hace culpables de las acciones u omisiones del poder "temporal" que se les ha dado; y luego lloran como mujeres -sin ofender a la dignidad de la mujer- lo que no aprendieron defender como hombres -lo cual no es digno de llamarles-.

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