jueves, 28 de enero de 2010

LA NUEVA LEY DEL PATRIMONIO CULTURAL

Josep Vicent Lerma

Levnte-EMV, 5 de septiembre de 1997

En vísperas del trámite parlamentario de la ley del patrimonio cultural (LPCV), que ojalá esté llamada a levantar el entusiasmo de los valencianos, llega esta siempre aplazada ley al palacio de Benicarló tal vez sin el suficiente debate, necesariamente enriquecedor, de los agentes implicados en el día a día de la gestión de ese mismo patrimonio, entre los que se encuentran colectivos profesionales tan cualificados como los representados por los colegios de arquitectos o de doctores y licenciados de la Comunidad Valenciana, así como aparentemente también las propias corporaciones locales, a las que por otra parte se les encomiendan importantes responsabilidades con respecto al patrimonio cultural valenciano, fundamentalmente en sus manifestaciones urbanísticas.

Esta ley del patrimonio cultural valenciano, tras la aprobación de las específicas del País Vasco (1990) y Cataluña (1993), es el primero de los códigos autonómicos de tal género que se presenta con posterioridad al cambio político español, por lo que necesariamente ha de convertirse en un indicador privilegiado de la sensibilidad de los nuevos gobernantes hacia estas temáticas. Si bien el texto sometido próximamente a la consideración de las Cortes Valencianas tiene bastante de patchwork de documentos anteriores, parece finalmente haber dado paso a una redacción legal de corte antiintervencionista inspirada de algún modo en modelos neoliberales como el británico, que a lo largo de su articulado desgrana su apoyo a los titulares privados de obras de arte (muebles/inmuebles), al tiempo que en lo concerniente a su expolio y/o exportación remite a la ley del patrimonio histórico español (LPHE) de 1985, desconfiando en última instancia de la eficacia correctora de la imposición de cualquier tipo de sanción coercitiva por parte de la Administración autonómica.

En esa misma línea argumental, y en lo que se refiere al patrimonio arqueológico de las ciudades históricas y espacios humanizados valencianos, hace recaer la financiación de los estudios previos, excavaciones y memorias exigidos por ella en los promotores de obras o transformaciones territoriales, de acuerdo con la carta de Malta, sin apenas organismos de control científico intermedios o participación municipal en la gestión de la materia tratada, que no es otra que el legado histórico colectivo de nuestra propia sociedad y sus raíces culturales.

Asimismo, la LPCV contempla la clasificación de los bienes de interés cultural (BIC) o los bienes inventariados (BI) como inmuebles, muebles e inmateriales, lo que crea un modelo fijo, en el que difícilmente pueden tener acomodo realidades espacio-temporales de gran complejidad, como las que constituyen la propia huerta de Valencia o el palmeral de Elche, con aspectos, entre otros muchos, como el desarrollo temporal de su parcelario, la molinería hidráulica o el regadío histórico, que constituyen un patrimonio cultural específicamente valenciano, siempre amenazado por las expansiones ilimitadas de las conurbaciones metropolitanas.

Por lo demás, denota en su artículo 39 d) una mayor flexibilidad que la ley estatal, al posibilitar las reconstrucciones totales de monumentos cuando “el conocimiento documental suficiente de lo que se haya perdido lo permitan”, en tanto que la LPHE sólo autoriza la estricta anastilosis.

En su título IV dedicado a los museos y colecciones museográficas permanentes, se detecta un cierto vacío funcional, al no haber determinado sus redactores la creación de un cuerpo facultativo de conservadores, similar al adoptado en su día por la Junta de Andalucía. Pudiendo reseñarse, en general, la voluntad del legislador en este campo, contraria a la disgregación de los repertorios museísticos-muebles.

Para finalizar estas reflexiones en torno a la futura LPCV, no podemos por menos que explicitar nuestra confianza en que la elevada dotación presupuestaria necesaria para la puesta en vigor de esta ley y los organismos previstos en la misma, tales como la junta de valoración de bienes o el denominado registro de anticuarios, estimable en más de 4.000 millones de pesetas, no la convierta de facto en mero papel mojado, en la medida en que la Generalitat Valenciana consiga destinar a dicho objetivo el previsto 1% del capítulo de inversiones reales de su anual ley de presupuestos.

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